Me encanta decir que "procuro leer de todo", pero la verdad es que tengo abandonadísimos los clásicos; por mucho que me apasione la contemporánea, no debería marcarme unos límites tan estrechos. Para ir poniéndole remedio, por fin me uní al Club Pickwick. Fijaos si llevo retraso con el blog que Kokoro fue la lectura de septiembre. Pero eso mejor lo dejamos a un lado.
Os pongo en situación: no conozco especialmente la literatura de principios de siglo, menos aún la literatura japonesa de esa época. En cierto modo sentí Kokoro como una caída libre. Sin paracaídas.
El caso es que Kokoro empieza muy suave. Es el protagonista, un joven estudiante, quien narra la historia así que el libro se desarrolla de una manera muy natural, bastante espontánea; tiene la familiaridad de las anécdotas propias. Recuerdo que hablaba con una amiga que también lo estaba leyendo y las dos nos sorprendíamos de lo fluida que resultaba la lectura. Hasta ahí todo muy bien.
Sin embargo, algo me resquemó durante toda la novela, incluso entonces. Kokoro es una obra muy introspectiva así que la vida interior de los personajes y sus reflexiones tienen mucho más peso que sus acciones. Disfruto mucho ese tipo de lecturas pero, cuando una novela se sustenta sobre el sentimiento, la escritura debe hacerte sentir algo. ¿De qué sirve que el personaje te cuente todos sus dilemas? ¿Dónde está la duda, dónde está el caos? Es un desarrollo que a mí se me hace frío y desapasionado.
Cuando terminé Kokoro tenía una visión bastante clara de los protagonistas y sus circunstancias porque había leído unas 300 páginas de explicaciones, y ese es el punto que me incomoda: la duda racionalizada da una visión privilegiada de la psicología de un personaje, pero mantiene al lector siempre lejos de la obra. Yo quiero viajar también, no ver el foto-reportaje después.
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