martes, 24 de agosto de 2010

Una pequeña presentación

La señorita Rottenmeier solía decir que, más que personas, somos nuestro pasado, la fama que nos precede. Yo, en vez de prestarle atención, me dedicaba a pensar en el regreso a mi tierra. Echaba de menos el aire fresco, la hierba, verde como ninguna, las setas alucinógenas, el sonido de los animales y el rugido del viento. Aunque entonces no podía saberlo, mi pequeño pasatiempo me traería tiempo después bastantes problemas.
Hoy, para evitar caer en el mismo error, empiezo por contar lo que ha sido de mí y de mi vida después de que la televisión perdiera el interés.

Érase una vez, en una galaxia muy muy lejana, un pequeño hobbit que vivía en un pequeño agujero. Ese hobbit soy yo, y esta es la historia que hoy quiero contar:


I

Recuerdo como si fuera ayer el día que Frodo Bolsón llamó a la puerta de mi casa a una hora inusitada. Le hice pasar y, agitado y más pálido que de costumbre, sólo acertó a decirme:
-Tu padre se ha caído de una torre.
Tuve que apoyarme en la pared para no dar de bruces contra el suelo. Mi padre estaba en Mordor, trabajando en la construcción de un parque de atracciones temático. Y siempre había sido lo bastante idiota como para subirse a cualquier parte sin ningún tipo de seguridad. No es lo mismo una casa hobbit que una montaña rusa, papá.
-Se ha roto una pierna y un brazo, y creo que un par de costillas-añadió el lánguido hobbit.
Me llevé las manos a la cabeza y hundí el rostro en ellas, en parte para ahogar las lágrimas, en parte para no ahogar a Frodo. Caminé como pude hasta el sofá y me dejé caer. Resoplando, miré al techo.
-¿Tengo que ir?-pregunté, aunque ya sabía la respuesta. Frodo sabía que yo lo sabía, así que se limitó a mirarme con una sonrisa condescendiente, de hombre maduro a rebelde sin causa ni motivo. Frodo sabía también que las relaciones con mi padre eran más bien tirantes, cuando no monosilábicas.
Pero el deber es el deber. Así que al día siguiente, muy de mañana, salí de Hobbiton. Mi primera parada no estaba muy lejos: El Poney Pisador, en Bree. Allí trabajaba mi madre. En verdad, la única finalidad de mi visita era confirmar que su turno de mañana y tarde en la posada hacía imposible que me sustituyera en el viaje.
-Y ya que estás aquí-dijo-, llévale este zumo de piedra filosofal a tu abuela, que no anda muy católica.
-¿Y a tu marido qué le llevo?-espeté, cogiendo el termo que me tendía.
Su única respuesta fue señalarme la salida del local.
La de mi abuela era una casa pequeña, oscura, sombría y alejada de la civilización, en el límite mismo de la Comarca. Según me acercaba, podía apreciar, como en tantas visitas durante mi infancia, que la casa estaba hecha de mazapán y caramelo ya putrefactos, corroídos por el paso del tiempo. La puerta estaba abierta; no era necesaria más seguridad, nadie se atrevía a acercarse a aquel lugar.
-Hola, abuelita-dije al entrar.
Dejé mi mochila al lado de la puerta y saqué el zumo de piedra filosofal. Miré en derredor, pero mi abuela no estaba allí. Miré hacia arriba y ahí estaba: colgada del techo, un poco más verde que de costumbre y con la cabeza girando descontrolada sobre sus hombros.
De pronto paró, clavó su mirada en algún lugar detrás de mí... y oí pasos.