sábado, 13 de mayo de 2017

Balada de Caín, de Manuel Vicent

A lo mejor estoy un poco gruñona con Balada de Caín porque es un libro que tenía metido entre ceja y ceja desde que era pequeña y cogía lo primero que pillaba y me sentaba ahí mismo a leer un poco, aunque sólo fuese el principio (y mis pobres padres intentando pasar por encima). 
Balada de Caín tiene un comienzo precioso, tal como recordaba. Y un desarrollo precioso. Y un final, a su manera, precioso también. Lo que pasa es que, a lo mejor, las cosas así de preciosas ya no me encajan. Quién me iba a decir a mí que con el paso del tiempo mi ya de por sí escaso sentido de la estética se iría atrofiando más todavía. 
En fin, yo sólo sé que me faltaba historia en Balada de Caín. Anécdota, si queréis. Pero, sobre todo, eché de menos un desarrollo de personajes más profundo: me importa poco que la acción no sea precisamente trepidante si tengo la oportunidad de ver el mundo a través de los ojos de un personaje interesante. 
Ya no sabría decir en qué hace énfasis Balada de Caín, pero tengo claro que no es en eso. Diría que el conjunto se parece más a una especie de síndrome de Stendhal. Vicent se centra tanto en la imagen que todo lo demás acaba en un segundo plano, incluido Caín: la novela se va construyendo sobre el momento en que Caín se convierte en Caín pero cuando llega es apenas un accidente. ¿De qué sirve recrearse en tanta pintura si al final sólo se usa un color?

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