sábado, 27 de julio de 2013

Un buen detective no se casa jamás, de Marta Sanz

Ya ni me acuerdo de cuántas veces tuve ganas de dejar este libro mientras lo leía. Eso sí, no estaría escribiendo este post si no lo hubiese terminado. Siendo honesta, creo que lo hice por orgullo: porque pasada la mitad, ya no me podía echar atrás. 
El caso es que la idea de Marta Sanz es buena y, de hecho, hay un capítulo absolutamente brillante pero muy corto en comparación con el resto de la novela: hay que pasar demasiado para tan escaso premio. No compensa. 
Como digo, la base de Un buen detective no se casa jamás es realmente buena, como el capítulo al que me refiero y otros grandes momentos desperdigados por la novela. Sin embargo, no dejan de ser eso: momentos. Y una buena novela no se puede construir así. 
Toda la narración (salvo, curiosamente, el mejor capítulo) intenta reproducir el relato de Arturo Zarco, un detective de visita en la casa de su amiga Marina Frankel. Lo que parecía un descanso para ambos se acaba convirtiendo en un misterio para nosotros y la puerta a innumerables intrigas y perversiones familiares. Una historia realmente retorcida pero interesante a fin de cuentas. 
El problema es que nunca se termina de desarrollar nada. O, más exactamente, tarda demasiado en hacerlo. La culpa es del propio Zarco, que en la historia que nos cuenta intercala sus propios pensamientos, así como apuntes de su ex mujer, Paula, a la que sigue unido de un modo bastante curioso. Dicho así no suena tan mal ¿verdad? Pero ya os lo dije al principio: la idea era buena. 
Tanta digresión y reflexión, tantas metáforas y tanta información difuminada acaban por hacer de Un buen detective no se casa jamás una novela terriblemente mal asfaltada y, ante todo, difícil de terminar. 

Monstruos University

Pues siguiendo con este completamente accidental maratón de cine de animación (nunca habría salido tan bien si esta hubiese sido mi intención desde el principio), vamos a hablar de Monstruos University.
Dejemos a un lado la pseudotraducción del título para remontarnos doce años en el tiempo, cuando Pixar se decidía a tirar por tierra las ideas sobre monstruos que teníamos entonces, tiernos infantes como éramos. 
Nunca supe exactamente por qué, pero Monstruos S.A. es una de las películas que recuerdo con más ternura de aquellos tiempos. Por eso, os podréis imaginar que no sabía muy bien cómo reaccionar ante la noticia de una segunda parte. Por un lado, quería saber qué ocurría después de que se encendiese aquel piloto rojo que tan de cabeza nos trajo a una generación entera; por otro, tenía miedo al desastre. 
Finalmente llegó a nuestros cines Monstruos University, que optó por no meterse en demasiados problemas evitando continuar aquella historia, inacabada pero coherente a más no poder. 
Así que me planté con unas amigas en el cine esperando encontrarme la típica película americana sobre universitarios. Y realmente lo es, si te paras a pensarlo. Monstruos University sigue en la línea de su predecesora: combina los tópicos monstruosos a los que ya estábamos acostumbrados con la desvariante imagen de la Universidad que tantas películas antes que esta nos han legado. El resultado no puede ser inquietante porque sus partes no se contradicen: Monstruos University tiene su propio sentido, igual que Monstruos S.A. en su época. 
Con todo, tengo que reconocer que no me pareció sorprendente; no agotó la fórmula de su predecesora pero tampoco la renovó. Tienen poco espacio para ensanchar esta franquicia, si se deciden a hacerlo otra vez. 
Eso sí, tengo que reconocer que el final me encantó. La película (y mis propios prejuicios, todo hay que decirlo) parece encaminarse hacia el final más típico y previsible pero, en los últimos minutos, lo retuerce todo, gira sobre sí misma, y sorprende. Puede que no sea una sorpresa agradable pero sí muy digna. 

Por cierto, os recuerdo que ver películas de Pixar en el cine lleva sorpresa: un corto antes del comienzo de la misma. Esta vez tocó Blue Umbrella, que llevaba tiempo buscando (sin éxito).
Como ya me ha pasado anteriormente, apenas tengo palabras para describir lo bello de este corto. Sólo os diré que son unos minutos de la más pura poesía urbana. Simple, pero arrollador.

Mulan

Cuando era pequeña mi película de Disney favorita era, sin lugar a dudas, Mulan. Hace no mucho hablábamos aquí de que ese tipo de preferencias no acaban cayendo en saco roto con el paso del tiempo. No sé si es cierto que llevamos un niño dentro; a mí, sinceramente, esas leyendas me importan poco. Yo lo llamo "nostalgia" o "cine": no soy una matrioska. 
El caso es que el otro día me dio por ver Mulan otra vez. Y, sinceramente, me sigue gustando. Recuerdo que en el post que le dediqué a Ratatouille os hablé de lo increíble que era poder retrotraerse unos años (los que sean) con una película: vivir de nuevo la más pura y genuina emoción del cine. 
Lógicamente, la experiencia ahora no puede ser la misma que entonces. Sin embargo, eso no significa necesariamente que tenga que ser peor, ni mucho menos. A mí me gusta recuperar los grandes clásicos de mi infancia porque ahora, por fin, puedo atisbar en ellos un fondo que en su momento me pasó desapercibido. En el caso de Mulan, por entrar en materia, este resulta especialmente sorprendente, sobre todo si lo comparamos con la tónica impuesta por otras heroínas de Disney anteriores y posteriores a la propia Mulan. Me refiero, como no podría ser de otra manera, a la princesa por excelencia: un perchero de su belleza sin un papel activo en su propia aventura. Afortunadamente las cosas han cambiado, aunque el cine en general todavía tiene mucho camino que recorrer.

domingo, 14 de julio de 2013

Cómo entrenar a tu dragón

Hace ya bastante tiempo que me recomendaron esta película pero fue ayer, al oír que se anunciaba una segunda parte, cuando por fin me decidí a verla. Ahora entiendo tanta insistencia. 
Mientras preparaba este post vi algunas críticas no precisamente generosas. Decían que la encontraban simplista o que parecía más un videojuego que una película. 
Pues a mí me gustó. Me pareció vivaz, dinámica y chispeante, y me mantuvo pegada a la pantalla desde el primer hasta el último momento. 
Creo, además, que no es tan simple y tan plana como se deduce de aquellas arrolladoras sentencias. Cómo entrenar a tu dragón me parece un canto al pensamiento crítico. Pensadlo: el protagonista debe hacer frente al hecho de que está quebrantando las normas de su padre y, lo que es más, de toda su cultura. Supongo que es el final (que espero no estar estropeándoos) lo que no satisfizo las expectativas de aquellos críticos. 
Pero, dejando a un lado las opiniones de unos y otros, creo que Cómo entrenar a tu dragón tiene todos los elementos necesarios para convertirse en una de esas películas que se pueden ver una y otra vez y no llegar nunca a cansarse de ellas. Por lo menos, así es como la entiendo yo. 

sábado, 13 de julio de 2013

Balto

- ¿¿No viste Balto?? No tienes infancia. 
Es curioso cómo algunas películas llegan a resumir la infancia de uno. Menos la mía, claro, que vi Balto esta mañana, aprovechando que la echaban en televisión y me pillaba desayunando. 
Creo que de vez en cuando está bien ver películas de este tipo. Me refiero a esas que marcaron una etapa, esas que parece imposible no haber visto. Si han sido tan importantes para tantos será por algo ¿no?
Por supuesto, no es lo mismo ver una película como Balto de pequeño que, bueno, cuando ya no se es tan pequeño. Pero, al final, lo único importante es que la historia te absorba, que te emocione y que, de pronto, te descubras tan tenso como sus protagonistas. 
Así es Balto, aunque reconozco que no me entusiasmó tanto como prometía la emoción (o la nostalgia) de tantos. ¿Me estaré haciendo demasiado mayor? 

viernes, 12 de julio de 2013

Esperando a Godot, de Samuel Beckett

Una vez oí, no recuerdo cuándo ni dónde ni quién lo dijo, que cuando uno lee teatro se convierte, irremediablemente, en director: tiene que disponer en su cabeza todos los elementos de la obra, de los que el autor va dando cuenta. 
Claro que no todos los autores son iguales. Pocos son más claros y agradecidos que Samuel Beckett, por ejemplo. Esperando a Godot es lo único que he leído de este autor pero no creo que tarde en explorarlo más a fondo. 
De todas formas, me lo tomo con calma. Esperando a Godot es una obra compleja, que hace necesarias varias lecturas. Lo más gracioso, por así decir, es que no se detiene en grandes y profundas reflexiones: es teatro en el sentido más estricto. Es dinámico, es potente, es absurdo y, sobre todo, es real. 
En Esperando a Godot te encuentras tú mismo esperando por una revelación que finalmente llega como un relámpago y te deja más a oscuras que al principio. Brainstorming literal.

La librería, de Penelope Fitzgerald

No os voy a mentir: si hay libros en el título pongo toda mi fe en la novela. Como todas las manías, a veces sale bien; otras, no tanto.
Una de las cosas que más me sigue sorprendiendo de la gente, a pesar de mis muchos esfuerzos, es el poco gusto por la lectura. Que es aburrido, dicen. Que van a esperar a la película, dicen. Ah, ¿que había libro?, dicen. 
Muchas veces recurren a la supuesta falta de acción de una novela en contraste con la película, por ejemplo: que se les hace muy lento leer monólogos interiores o similares, parece ser. Pero, ¿acaso no hay películas lentas? Sinceramente, prefiero una novela lenta que, a fin de cuentas, siempre me está contando algo, antes que una película estática, esa que parece una presentación de diapositivas y poco más. 
El caso, en resumen, es que el dinamismo no depende del soporte: hay películas lentas y novelas trepidantes; hay películas apoteósicas y novelas aburridas. 
Me duele, por lo que os comentaba al principio, tener que reconocer que La librería se me hizo pesada. Tenía muchas esperanzas depositadas en esta historia y al final, cuando pasé la última página, descubrí en mí la tensión previa a la acción, una tensión insatisfecha, como podréis imaginaros. Lástima. 
A pesar de esto, todavía puedo darle un voto de confianza a La librería. A lo mejor lo que intentaba Penelope Fitzgerald era plasmar de un modo físico (en un sentido literario, claro) el inmovilismo y la anquilosante costumbre de la historia que relata. O a lo mejor no; quién sabe. 

viernes, 5 de julio de 2013

La noche en que Frankenstein leyó el Quijote, de Santiago Posteguillo

Se nota que esta novela (aunque ni el mismo autor está muy seguro de haberse limitado a este espacio) está escrita por alguien que ama los libros y que querría contagiar a los demás un poco de esa afición, por llamarla de alguna manera; entre nosotros nos entendemos ¿no?
La noche en que Frankenstein leyó el Quijote reúne una serie de anécdotas curiosas sobre esos libros que tanto hemos leído y releído. 
Con un ritmo ágil y una reverencia siempre notable, Santiago Posteguillo encabeza un tour a lo largo de la historia de la literatura que nunca decae y nunca se hace pesado, a pesar de que la estructura en cada capítulo es, salvo pequeñas variaciones, casi siempre la misma. 
Yo, por mi parte, disfruté particularmente este aspecto. Posteguillo empieza, como buen escritor, contando una historia sobre un particular para, a lo largo de unos pocos párrafos, convertir a ese ser en el ente al que estamos acostumbrados, ese que, en cierto modo, se nos ha dado en herencia. En ese intervalo me gustaba intentar adivinar de quién se me iba a hablar. Acerté unas cuantas veces, por cierto, aunque esas no eran necesariamente mejores que las que me acababan sorprendiendo. 
Pero el valor de La noche en que Frankenstein leyó el Quijote no reside únicamente en las curiosidades que pueda contar. Es un libro más que entretenido, rápido de leer (como habréis podido comprobar) y no necesariamente de olvidar. Ha sido, en pocas palabras, una muy grata sorpresa a todos los niveles. Gracias a Clío, que fue quien me lo regaló mi pasado cumpleaños. 

Mañana a las 20:15 Santiago Posteguillo presenta esta novela en la Semana Negra de Gijón. Podéis ver más información sobre este y otros eventos en su página web oficial
Tengo la firme intención de asistir. A ver si hay suerte y, además, consigo que me firme el libro. 

jueves, 4 de julio de 2013

Yo serví al rey de Inglaterra, de Bohumil Hrabal

Hoy, entusiasmada como estaba con esta novela, me puse a hablar de ella  con una amiga (Clío, de El Universo de Clío, para ser exactos). Lógicamente, me preguntó de qué trataba y, para mi asombro, no supe qué responderle. Creo que dije "Uffffff...". 
Es que, realmente, mientras leía Yo serví al rey de Inglaterra no me preocupaba lo más mínimo por el posible argumento que unificase las anécdotas que reúne, como tampoco intento buscar una línea formal a una conversación cualquiera. 
No me miréis así: Yo serví al rey de Inglaterra se mueve maravillosamente cerca del puro diálogo. Queda a la altura misma del lector, le mira a los ojos y no teme mostrarle su cara más íntima. A lo mejor esto que tanto me ha gustado es precisamente lo que convierte a Yo serví al rey de Inglaterra en algo muy diferente a una novela. 
Metafísica aparte, este es un libro que hay que leer. Es cierto que resulta un poco desconcertante al principio, pero ocurre lo mismo cuando se conoce a alguien nuevo: pasa un tiempo antes de que sus manías dejen de parecer extrañas ¿no? Pues con Yo serví al rey de Inglaterra igual.
Este, como digo, es un libro que hay que leer porque en él lo increíble se hace realidad. 

Que se mueran los feos

Aquí ni príncipe azul ni cuentos. Esta es una historia sin complejos, sin artificios. ¿Para qué más?
De vez en cuando me da por hacer apología del cine español, como habréis podido comprobar más de una vez en este blog (y aún es posible que se me pasen algunos ejemplos). En esos casos la gente tiene tan poca fe en nuestro cine que me piden una lista de sólo tres buenas películas españolas. Que se mueran los feos siempre aparece en esa lista. 
Puede que no sea impresionante, pero tampoco necesita serlo: en la sencillez está su toque. Claro que algunos, oh intelectuales, a lo mejor la encuentran excesivamente simplona; eso ya va en gustos. Yo siempre intento reivindicar que el cine está, ante todo, para entretener y emocionar, y Que se mueran los feos lo logra con creces. ¿Para qué más?

lunes, 1 de julio de 2013

Infiltrados

Hay algunas películas que, simplemente, son un lujo. Algunas lo son de un modo inesperado: guardan en secreto su calidad, como un tesoro sólo al alcance de los que se deciden a explorar. Otras, en cambio, no tienen ningún problema en anunciar que tienen madera de peliculón. ¿Qué podría salir si no de una película dirigida por Martin Scorsese y un reparto como este: Leonardo DiCaprio, Matt Damon, Jack Nicholson, Alec Baldwin, Martin Sheen, Mark Whalberg..?
La de Infiltrados es, además, una trama vertiginosa, capaz de mantener al espectador en tensión durante todo su desarrollo. Y, lo que es aún más sorprendente: aunque no pierdas detalle, aunque no apartes la vista de la pantalla, todavía es capaz de sorprenderte y ponerte los pelos de punta en el último minuto.
Sólo hay un detalle que me gustaría comentar porque me pareció, cuando menos, curioso. Vi esta película aprovechando que la ponían en televisión, sin saber antes que la iban a poner, así que os podéis imaginar que me perdí el principio. Lo interesante del asunto no es que me pudiese poner al día sin esos minutos de planteamiento, sino que me vino hasta bien no verlos. 
Cuando terminó la película vi su comienzo y, la verdad, tuve la sensación de que sobraba. No sé si es por haber visto lo demás antes, pero creo que la escena de las entrevistas funcionaba mejor como comienzo. De la otra forma, la auténtica, todo se hace más predecible. Es la única pega que le pongo a Infiltrados.

Puesto #68 de las 200 de Cinemanía.