Creo firmemente que la literatura siempre va ligada al momento histórico en el que surge, pero con la Guerra Civil ocurre de una manera distinta, más fuerte, más desgarradora.
Creo que la característica más notable de la narrativa de posguerra es el dolor. Hay mucha gente que por eso diría que este periodo, en cuanto a literatura se refiere, es sobre todo deprimente. En cambio, para personas que, como yo, piensan que el dolor es el mejor motor literario, eso no tiene por qué ser algo negativo. Es como esas imágenes tan sobrecogedoras que llegan de los más terribles conflictos en lugares recónditos que sólo llegan a conocer los valientes fotógrafos que se adentran en ellos. Estas imágenes son ciertamente sobrecogedoras, pero no por ello carecen de una cierta belleza, igual de potente.
Para mí, eso es lo que ocurre con la novela española de posguerra, especialmente con Nada, de Carmen Laforet (Premio Nadal 1944).
Nada cuenta la historia de Andrea, una joven que viaja a Barcelona para estudiar Letras. Para ello, deberá alojarse en casa de unos parientes, una familia burguesa venida a menos. Mucho menos.
Andrea no tardará en abandonar su ingenua mirada de extrañeza en favor del rechazo hacia las actitudes de estos familiares a los que realmente no conocía. Y claro, no tardará en contagiarse de ellas. Sin embargo, el suyo es un papel generalmente pasivo, que no acrítico. No sólo conocemos las desventuras de los habitantes de la calle de Aribau, sino también las opiniones que sobre ellas tiene Andrea. Claro que su perspectiva, curiosamente, es la del recuerdo: la narradora es una Andrea adulta que rememora aquella época de escasez y tensión constantes.
Hay angustia en Nada, hay dolor, sí, pero también algunas de las descripciones más bellas (aunque la palabra se le quede corta) que he leído en mi vida. Es lo que me gusta de la novela de posguerra: posee un lirismo desgarrador, una expresividad dulce pero de aristas afiladas. Igual que su tiempo.
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