Cuando vi La La Land salí del cine casi flotando. Sin embargo, ahora que han pasado unos días me está resultando un poco complicado recuperar aquella sensación.
No es la primera vez que me pasa algo así. La única diferencia es que en esas otras ocasiones escribía el post casi en cuanto llegaba a casa, sin tiempo de haber digerido la película. Es un buen momento para sincerarme: hay entradas en este blog con las que ya no estoy de acuerdo. Con La La Land pretendo hacer las cosas un poco mejor.
Siempre me parecerá prácticamente magia que una película consiga despertar reacciones tan viscerales pero, ahora que soy un poco más mayor, valoro también que la película en cuestión se quede un tiempo conmigo. La La Land sigue ahí, aunque no de la misma manera. La ingravidez del final ha desaparecido y me ha dejado un poco más triste y un poco más vacía. Ha desaparecido la promesa del sueño en tecnicolor.
La La Land recupera el airín de las películas antiguas sobre una chica que conoce a un chico, y juntos luchan por alcanzar sus objetivos, y todo lo que necesitas es amor, y si te lo propones puedes conseguirlo todo. Pero no es verdad. La La Land lo sabe y pone encima de la mesa que a veces el idilio se tuerce, no porque el destino conspire, sino porque hay cosas que pasan. Sin más. La grandiosidad no era tan grande como nos gustaba imaginar.
No sabéis lo mucho que agradezco a La La Land su sinceridad. Esta pequeña espera me ha servido para retomar con un poco de criterio aquella inconsciente salida del cine. Creo que ahora, por fin, podría mirar esta película a los ojos, con los pies en la tierra.
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