

Y eso que, curiosamente, la mecánica de la novela de William Goldman no es tan distinta de la de su película: en el texto también aparece un niño enfermo al que leen un cuento, sólo que se trata del propio escritor. Es saber que el cuento de su infancia no se corresponde con "La princesa prometida de S. Morgenstern" lo que empuja a Goldman a reconstruir la versión de su feliz memoria. Ese texto, con los cortes de Goldman, sus explicaciones y otras anécdotas, es el que leemos en La princesa prometida. Qué gozada poder ser Goldman-niño, Goldman-adulto y el niño de la película al mismo tiempo. Qué experiencia.
En cuanto a la historia de Westley y Buttercup, poco queda por decir. Soy consciente de que la película deja algunas pequeñas lagunas, sobre todo en lo que respecta a las relaciones entre personajes, pero el encanto de La princesa prometida no se resiente. Aunque no estoy muy orgullosa de ello, reconozco que siempre lo atribuí a su propio carácter de cuento de hadas. Luego me llevé una gratísima sorpresa cuando me lo encontré todo explicado en la novela; ahí aprendí a no subestimar a Goldman.
Sin embargo, nunca llegaré a entender hasta qué punto compensaba incluir esa especie de epílogo en La princesa prometida. Fue muy divertido seguir la historia con los incisos del autor pero es una pena romper el encanto del desenlace tan de cuento de la trama de Morgenstern. En ese sentido, la película logra un final más redondo, más satisfactorio. No siempre hace falta saberlo todo.
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