Hace poco que este magnífico escritor falleció, dejándonos a todos un poco más huérfanos.
Esta es una novela entrañable como pocas, pero muy poco empalagosa. Habla, por decirlo de algún modo, de la comunicación entre generaciones, de la recurrencia de caracteres en la familia, de la estructura circular que a veces puede adoptar la vida.
De todas formas, el argumento es lo de menos. La sonrisa etrusca es un gustazo de libro y punto: fluido, personal, tierno... En algunas ocasiones, aunque no muchas, se entreve la voz del propio Sampedro.
Sin embargo, esta no pasa por una novela autobiográfica. Es cierto, todo hay que decirlo, que no tengo manera de saber si lo es o no y, sinceramente, no me importa, no lo considero relevante para la lectura. Da igual si su protagonista, Salvatore Roncone, o Bruno, fue efectivamente real o no: se hace auténtico en las páginas de La sonrisa etrusca.
Por eso hay que leer este libro con cuidado. Su comienzo es honesto, eso es verdad: nos deja saber desde el principio que Bruno va a morir. Es un planteamiento crudo, pero no cruel; te puedes tomar un par de capítulos para hacerte a la idea de que ese final va a llegar, más tarde o más temprano. Parece sencillo, ¿no?
Pues no lo es.
De pronto, el zío Roncone se ha convertido en uno más de tu propia familia. Llegas a conocerle y hasta a encariñarte con él; algunas veces, no sé cómo, el sentimiento parece mutuo.
Os podréis imaginar, entonces, lo destrozada que estaba cuando pasé la última página de La sonrisa etrusca.
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