Siempre he dicho que no sé leer poesía. Es un género que, por alguna razón, me resulta extraño. Siempre que me acerco a algún poema tengo la sensación de que se me escapa entre los dedos, en todos los sentidos.
Me gusta más la novela. La veo más terrenal, más firme. Siempre que leo una novela sé perfectamente dónde estoy y dónde está todo. A lo mejor ese es precisamente el problema: soy una maniática del control. Eso, o que no soy lo bastante espiritual como para interesarme por la poesía. Vete tú a saber.
Y sin embargo me encantan las novelas que, mientras se desarrollan, hacen que te detengas un momento a pensar: algo ha hecho click mientras pasabas página. Es posible que sigas un par de capítulos más con la mosca detrás de la oreja pero siempre llega el momento, más tarde o más temprano, en que te das cuenta de que lo que estás leyendo tiene un cierto regusto poético, una textura diferente a la de una novela cualquiera.
Así ocurre con Los peces no cierran los ojos. La verdad, no hay palabras que puedan hacer justicia a esta encantadora novela. Cuenta, por resumirlo brevemente, la historia de un primer amor, del despertar mismo del amor. Impresiona la pureza de las imágenes que evoca y la forma en que Erri De Luca logra recrear la mirada de un niño que deja de serlo, la sorpresa que le produce todo lo que le rodea. Lo que más me gustaría destacar en ese sentido es el hecho de que no necesita recurrir a una pretendida incomprensión del mundo para reproducir ese proceso de aprendizaje. Es más, el protagonista de la novela se sitúa más bien en el extremo opuesto: lo absorbe y asimila todo, lo ordena. Esa fase es lo que De Luca, de un modo magistral, plasma en Los peces no cierran los ojos.
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