Nunca he estado en París pero supongo que, como mucha otra gente, de tanto verla en películas, antiguas o nuevas, esta ciudad se ha convertido en una vieja conocida.
Y es que parece que todo lo que toca París se convierte en oro. Crea un aura diferente, más romántica, más mágica. Una magia que ya posee Pixar por sí sola. Junta todo eso y tienes Ratatouille, una historia sobre pasión y sueños, cumplidos y por cumplir.
Ratatouille tiene un sabor distinto, un sabor especial. Para mí la distingue de cualquier otra película, no sólo de animación. No sabría decir muy bien por qué, pero Ratatouille es una de mis películas favoritas de todos los tiempos. La he visto un montón de veces, no sabría decir cuántas, y nunca me canso.
Ya os he comentado muchas veces que me encantan las películas de animación. Creo que en ellas se aprecia la esencia misma del cine: poder ilusionarte de la misma forma que cuando eras niño, con la misma intensidad e ingenuidad. Porque, al fin y al cabo, ¿la labor del cine no es esa? ¿No se trata de trasladarte por un tiempo a mundos mejores? Para mí todo eso y más está en Ratatouille. Siempre que la veo me siento mejor persona y eso, amigos, no se paga con dinero.
Por todo esto es un honor para mí que este post sea el número 100 de No olvides el paraguas. Cuando veía acercarse este momento pensé en hacer algo realmente diferente pero, la verdad, creo que eso iría directamente en contra de la esencia de este blog. Así que aquí me tenéis: emocionada por poder hablar de una de mis películas favoritas en un momento que, para qué nos vamos a engañar, es especial para todo bloggero.
Sólo me queda dar las gracias a los que habéis seguido la evolución de este espacio (que, sinceramente, a mí misma me ha sorprendido) y a los que os habéis ido incorporando, y desearos a todos una feliz Navidad y próspero Año Nuevo.
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