miércoles, 2 de marzo de 2016

La trampa, de Ana María Matute

Que la trampa es la vida. Me lo dijeron hace una semana, comentando la trilogía de Los mercaderes. No le di mayor importancia en su momento pero hace unos días que no me lo quito de la cabeza; espero que una buena relectura me ayude a darle forma a todo. 
¿Sabéis qué es lo más curioso de La trampa? Que sí se parece a la continuación que esperaba encontrar en Los soldados lloran de noche. Inocente de mí. La trampa recupera por fin a Matia, de Primera memoria, aunque ya no queda nada de la niña de entonces: ahora tiene un hijo, por ejemplo, y también una carga más pesada sobre los hombros. Lo que la devuelve a los orígenes que conocimos es una obligación muy de adulta: el compromiso que uno se impone aunque nunca es capaz de explicar por qué. 
Leí el primer capítulo de La trampa y di por hecho que por fin sabría qué había sido de Matia desde Primera memoria. En eso acerté, pero me equivoqué de pleno al suponer que La trampa sería sólo eso. Tardé más de lo que me gustaría en darme cuenta de que Matia ya no podía ser la única protagonista del relato: en La trampa sólo es una de tantas voces. 
Esta es una novela que se construye sobre el recuerdo, más que sobre la acción, así que, si lo piensas, en el fondo tiene todo el sentido de mundo que sólo cuando confluyen varias líneas de memoria puede surgir una imagen clara. ¿No? Más que la vida, a lo mejor la trampa es necesitar a otros para saber, para ver, para imaginar. Al menos mi primera lectura se ahogó un poquito en esa parte. 

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