Mira que a mí los musicales (salvo Chicago, una de mis películas favoritas) no me suelen llamar la atención... Pero algo tiene el cine de los ochenta que siempre atrapa. No sé, es como si rezumase algo que sólo se me ocurre llamar "epicness"; no encuentro una palabra equivalente en castellano.
Supongo que fue eso lo que me hizo ver Fama esta mañana. Ya la había empezado alguna vez pero no pude acabarla porque en ese momento no tenía tiempo. Lo bueno de ver películas porque te las ponen en televisión es la alegría de la sorpresa; lo malo, que a veces no se ajustan a tu horario. C´est la vie.
El comienzo de Fama promete. Resulta un poco caótico, sí, pero desde luego dan ganas de saber hacia dónde van a ir los tiros. Hay carisma en esos primeros minutos. Me encantó ir fijándome en las caras que iba viendo y especular quién iba a llegar lejos y quién no, quién daría más o menos juego, qué sería de ellos.
Ahora mismo, después de verla y siendo plenamente consciente del dulce sabor de boca que me ha dejado, sólo puedo preguntarme por aquello que hizo (o hace) tan especial a la década que inauguró Fama. Me pregunto por qué una película así se convirtió en un clásico entonces y hoy, en cambio, otra con el mismo argumento y las mismas directrices no pasa de truñaco, a falta de una palabra mejor. Creo que queda claro que no pienso ver el remake de 2009; no creo que fuese necesario, la verdad, no hacía falta remover la historia. En mi defensa diré que no me suelo fiar de los remakes en general, salvo contadas excepciones de las que a lo mejor os hablo algún día.
Lo que quiero decir, remakes aparte, es ¿qué ha cambiado en estos treinta años? ¿Por qué podemos ver tan felices películas de los ochenta y reaccionar tan negativamente (parto de la base de que no soy la única, vaya) cuando se recrean sus estereotipos?