Lo primero que me vino a la mente cuando vi Los juegos del hambre fue lo que aprendí en los textos de Arthur Miller y Nicholas Hytner en la edición de Tusquets de Las brujas de Salem. Decían, a grandes rasgos, que un texto se puede desarrollar a partir de palabras y conceptos, mientras que una película necesita imagen. Y esto, que parece tan sencillo y tan de cajón, no siempre se hace tan bien como en Los juegos del hambre.
La novela de Suzanne Collins, por si no os acordáis, está narrada desde el punto de vista de su protagonista y, para colmo, la narración sigue el ritmo de los acontecimientos mismos. Recuerdo que la amiga que me recomendó esta saga me comentó en una ocasión que a veces las películas caían en silencios extraños que sólo se podían explicar leyendo las novelas. Es lo más frecuente en estos casos, por lo que he podido ver: muchas películas se obsesionan con repetir el discurso que les da origen, casi olvidando que su registro es completamente diferente.
Por eso Los juegos del hambre me parece una adaptación tan inteligente: mantiene a Katniss como eje de la acción, protagonista indiscutible, pero se desprende de la narración en primera persona y, además, trasciende el punto de vista de Katniss para incorporar a la historia todo lo que ella misma desconoce. Así, el espectador puede asomarse al corazón mismo del Capitolio y entender cómo funciona el mundo de Los juegos del hambre de una manera mucho más natural. Creo que algunas de las escenas más brillantes de la película corresponden precisamente a esos momentos. Y esto, para que quede claro, es información nueva para todos; no aparece en las novelas. Lo que esto supone, en última instancia, es que novela y película se complementan entre sí, sin cojear ni pisarse terreno.