El cuento número trece es uno de los libros que más veces he releído en toda mi vida. Procuro hacerlo al menos una vez al año porque, por decirlo de alguna manera, me reconcilia con el mundo. No es que su mensaje sea optimista (aunque tampoco es pesimista) o que la suya sea una historia alegre (aunque cruda en ocasiones, tampoco se puede decir que sea amarga). Lo que siempre me maravilló de esta novela fue su pureza.
El cuento número trece tiene una manera de acercarse a la literatura que rezuma entusiasmo infantil. Infantil por lo absoluto, por lo desbordante. Creo que pocas veces en la vida disfrutamos de las cosas con tanta intensidad como cuando somos niños. Por suerte, a veces se puede recuperar una parte de todo aquello, por mínima que sea. El cuento número trece siempre fue para mí una buena manera de conseguirlo.
No sé si contaros de qué trata. Me da un poco de rabia reducir de esa manera tan absurda los libros, sobre todo cuando es uno tan especial para mí. Mejor lo dejamos en que es una historia de libros, de lectores, de familias y hasta de fantasmas. Pero sobre todo es una historia de amor por la literatura.
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