sábado, 29 de octubre de 2016

El silencio de las sirenas, de Beatriz García Guirado

Sé que parece que arrimo el ascua a mi sardina, pero de verdad creo que a veces conocer una sinopsis perjudica más que ayuda. En obras tan particulares como El silencio de las sirenas o, recordemos, La ciudad ausente de Ricardo Piglia, los prejuicios y convenciones son los mayores obstáculos. Uno debe entrar en estas lecturas completamente en blanco. 
Ahora bien, tengo que reconocer que yo misma me dejé llevar por el texto de la contraportada. Aunque ya entonces se intuía que El silencio de las sirenas iba a ser una lectura muy suya, al menos tenía la sensación de saber qué podía esperar. Me equivocaba, claro, pero por fin estoy madurando y soy capaz de aprender de experiencias pasadas. 
Mientras leía El silencio de las sirenas algunos amigos me preguntaban qué tal estaba. Acabaron dándome por perdida porque tardé bastante en hacerme a la lógica interna del texto. Supongo que debía de resultar un poco extraño verme disfrutar tanto una novela que, lo reconozco, aún no entendía. Por suerte para mí, tenía aún fresca la experiencia de La ciudad ausente y ya conocía esa especie de metamorfosis continua lo suficiente como para disfrutarla por lo que es. Ahí encontré el gran carisma de El silencio de las sirenas.
Pero, cuando por fin tenía mi hueco en esta novela, va el último capítulo y me expulsa. Aquí sigo, boqueando inútilmente como un pez fuera del agua. Creo que releería El silencio de las sirenas y me pararía ahí. Por esas pocas páginas El silencio de las sirenas se convierte en dos libros distintos: uno me cautivó con su encanto personal; el otro lo he leído ya mil veces. 

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