Yo llegué a El diablo viste de Prada más o menos como lo hace su protagonista. Bueno, realmente no. Mis condiciones eran mejores, aunque sólo sea porque tengo una fe ciega en Anne Hathaway y Meryl Streep.
Al principio pensaba que la mejor manera de acercarse a esta película era compartiendo esa pasión por la moda; era la opción más obvia ¿no? Sin embargo, ahora mismo me lo estoy replanteando. Al fin y al cabo, ese gusto situaría al espectador muy lejos de la posición del personaje de Anne Hathaway y se acabarían perdiendo muchos matices, quizá demasiados.
Es posible que la situación ideal sea simplemente el respeto. Da igual que tu campo, tu historia personal o tus propios intereses parezcan alejarte de El diablo viste de Prada. Lo importante es que seas capaz, en un momento dado, de ver el mundo desde otra perspectiva y descubrir así que detrás de todo siempre hay un trabajo enorme, demasiadas veces ignorado e infravalorado.
Parece que hoy me estoy desviando del tema más que de costumbre. Es que, cuanto más lo pienso, más me atrapan un par de detalles muy curiosos de esta película, más aún que el conjunto. Recuerdo, por ejemplo, que en un momento dado la protagonista defiende a capa y espada a su despiadada jefa (una Meryl Streep estelar como siempre). Que nadie se preocuparía por su vida privada si fuese un hombre, dice; que sólo se fijarían en el buen trabajo que hace. Y tiene razón. Tiene mucha razón.
En fin, creo que El diablo viste de Prada tiene muchos detalles, como este, en los que merece la pena detenerse, si bien es cierto que el conjunto se acaba perdiendo. No porque la historia resulte aburrida ni nada; es que son esos detalles los que le dan auténtico interés.
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