Tenía pendiente El mago de Oz desde que leí Wicked, de Gregory Maguire, hace unos cuatro años. Adoré ese libro en su momento, pero ya sabéis que yo hasta mis obsesiones más vehementes me las tomo con calma.
Entonces me preocupaba bastante no conocer la historia original. No podía dejar de pensar que a lo mejor lo que a mí me parecía tan sorprendente y tan original no era más que desconocimiento. No sé... Puede que mi memoria haya ido adornando Wicked con el tiempo, pero lo cierto es que no encontré nada tan impactante en El mago de Oz. Supongo que influye que la perspectiva de cada obra es distinta: la de El mago de Oz buscaba la ingenuidad sorprendida del extraño, mientras que Wicked se basaba en la inmersión del nativo.
La verdad es que se me hace muy raro escribir todas estas cosas cuando, en el fondo, la cuestión que se impone es que definitivamente soy demasiado mayor para El mago de Oz. Debía de serlo ya cuando leí Wicked así que ni tan mal.
El mago de Oz es un relato tan planito, tan tranquilo y tan amable, que no puede entenderse más allá del cuento de buenas noches. En su época, claro. Yo no me atrevería a recomendar este libro a un niño del siglo XXI porque, bueno, no podemos obviar que la sensibilidad va cambiando; el imaginario de cada generación evoluciona más rápido de lo que nos gustaría creer. Lo que no se puede negar es que El mago de Oz incluye algunos puntos muy interesantes, especialmente el propio Mago. Tendré que seguir imaginando el impacto que debió causar en los niños de su tiempo porque para mí, desde luego, el momento ya pasó.
Ahora sólo me queda la película.
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