Es bastante probable que Memorias de una geisha sea de esas novelas que, una vez adaptadas al cine, pierden. No me refiero sólo a detalles. No podría decir qué es exactamente pero creo que todo buen lector sabe a lo que me refiero.
A veces ni siquiera hacer falta leer la novela para darse cuenta de que debe de ser mejor que la película o, por lo menos, más completa. Sospecho que es lo que ocurre con Memorias de una geisha. La película me dejó con muchas ganas de leer el libro así que ya os contaré entonces.
Pero, centrándonos en lo que nos ocupa hoy: Memorias de una geisha es una película muy bonita. Yo no sé nada de geishas y de cultura japonesa ya ni hablamos. Tampoco se puede tomar esta película como un documental: no vas a saber más cuando la acabes que antes de empezar. Que a mí eso me da igual, pero hay gente para todo.
Lo que sí me maravilló fue su fotografía. No suelo fijarme en estas cosas pero la de Memorias de una geisha, por su expresividad, me llamó especialmente la atención. La estética de esta película está muy cuidada y quizá sólo por eso merece la pena pararse a ver Memorias de una geisha, porque la evolución de la imagen, el cambio de colores de una etapa a otra, es casi un personaje más.
Lo único que casi diría que sobra es la voz en off de la protagonista haciendo una retrospectiva sobre su vida. Es verdad que la narración en primera persona (como supongo que está la novela) es muy difícil de trasladar al cine pero juraría que he visto películas en las que se solucionaba de una forma mejor, más elegante o, más bien, más carismática. Pero bueno, eso va por etapas, supongo, etapas mías.
Voy a quedarme con que Memorias de una geisha me dejó muy buen sabor de boca (aunque el final no me gustó mucho, la verdad). La volvería a ver, con eso os lo digo todo.
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