viernes, 17 de diciembre de 2010

Nunca digas "esto va a ser la bomba" en un aeropuerto

Tengo la costumbre de despreciar la sabiduría popular. Bueno, no despreciarla, pero sí dejarla de lado hasta que ya es demasiado tarde. Qué le voy a hacer. No estoy orgullosa de ello, pero he aquí un episodio que cambió mi vida para siempre, aunque entonces yo no lo sabía. Espero que vosotros sí lo notéis.
O bueno, mejor no, casi me viene mejor que no lo sepáis.
Yo no os he dicho nada.

II

La puerta de la casa se abrió con un crujido y en el umbral apareció mi abuelo, silencioso como siempre, sombrío como solía. Raro, oscuro y siniestro. Su pelaje negro brillaba con las gotas de lluvia que mi cuerpo, protegido por un paraguas, no había podido notar. Cómo envidiaba ese poder suyo para disfrutar de la naturaleza; para secarse sin toalla, sólo a base de sacudidas salvajes y fuertes, aunque elegantes; esa mirada capaz de helar el mar. El único inconveniente eran las pulgas, no especialmente benévolas en su caso. No, eso no me gustaba.
Sonrió. Sonrió como sólo él sabía hacerlo, un colmillo genuinamente blanco asomando por la comisura. Un colmillo roto y mellado, pero con historia, todo sea dicho. Como digo, sonrió y por fin me sentí en casa.
-Pero no te quedes ahí, niña-me dijo-. Siéntate y dime. Que hace mucho que no vienes por aquí, eh.
Me acomodé en el sillón verde que parecía vigilar la entrada desde la parte más noble de la casa. Mis pies colgaban del borde del sillón, pero ése precisamente era su encanto. Y como de todas formas me solían decir que siempre estaba con los pues a veinte metros por encima del suelo, así me hacía una idea más física de la impresión que de mí se tenía. Mi abuelo se tumbó en la manta que había delante del  sillón y esperó a que empezara a hablar.
-No me puedo quedar mucho, abuelito, me tengo que ir a Mordor, que tu yerno se ha caído de una montaña rusa-dije.
No contestó. Supongo que ya había hablado con mi madre y la noticia no le pillaba de sorpresa. Lo que quizá sí suponía una novedad era mi prisa, mi urgencia. Si algo me caracteriza, sobre todo entonces, es la calma. Soy de esas personas que, según dicen por la red, "desconoce el significado de la palabra puntualidad". No sé si servirá de algo pero, en mi defensa, sólo puedo decir que el tiempo es relativo. Ahora son las ocho, pero dentro de unos meses serán las siete, a esta "misma hora", si se puede decir así. En cualquier caso, la hora es un invento de los hombres y no pienso consagrar mi vida a él. Internet no me lo perdonaría.
El caso es que estaba inquieta, y mi abuelo lo notaba. Quería quedarme con él, con sus historias, con la lluvia y el olor a mazapán de aquella casa. Pero, al mismo tiempo, el saber que tenía que irme no me dejaba disfrutar del momento. Y para eso casi me valía más irme ¿no?
Mi abuelo se incorporó, se levantó sobre las patas traseras y sacó una pipa de algún lugar inconcreto a su espalda, no quiero saber exactamente dónde. La encendió y, expulsando el humo espeso por la nariz, entornó la mirada enfocándola hacia mí.
Suspiró, y el aire expulsado descontroladamente abrió el paso a uno de sus relatos. Una leyenda que sí encontraba interesante:
-Érase una vez, en una galaxia muy muy lejana, un pequeño lobo que vivía en una pequeña madriguera. Ese lobo soy yo, y hoy te quiero contar esta historia.
>> Fui, como sabes, el pequeño de no pocos hermanos, demasiados para poder contarlos, y ello me hizo débil, hija, débil de cuerpo y de espíritu. Me acostumbré a tener la comida delante cuando quería comer; a tener un cuerpo caliente al lado cuando tenía frío; a no ser necesario.
>> Una noche, siendo yo... ¿cómo lo llamaba tu abuela?... Ado... Adia... Coño, joven. De tu edad, más o menos. Bueno, que una noche estaba yo aburrido y no cogía el sueño. Mis hermanos dormían como ceporros; mis padres, tres cuartas. Lo único despierto en aquella madriguera era yo. Oía grillos fuera. Sonaba bien, así que salí a mirar. Fue la primera vez que vi luciérnagas. ¿Las has visto tú? Digo de verdad, no en el fondo de pantalla del móvil. ¿No? Bueno, ahora que te vas podrás trasnochar y disfrutar de la vida.
>> Una vez que mis ojos se acostumbraron a la noche, pude vislumbrar la figura de un humano. Un humano de verdad, no lo que sea que es tu abuela. No te ofendas, amor, que peores cosas te han dicho. Este humano estaba recogiendo hierbas y setas de colores vivos, las mismas que siempre me habían aconsejado ni oler. No sé, supongo que los humanos y los lobos no somos sensibles a las mismas cosas. Por eso preferí no decirle nada. Me acerqué silenciosamente, oculto entre los arbustos, y observé lo que hacía.
>> Pero lo que verdaderamente llamó mi atención fue el objeto que yacía a su lado. No sé cómo describírtelo... Bueno, es esa cosa que está al lado de la puerta.
Era un paraguas. Un paraguas particularmente viejo y desgastado. El color rosa de la tela se tornaba verdoso en algunas partes y en otras, ni siquiera había tela ya. No sabía adónde quería llegar mi abuelo. ¿Iba a regalárme eso? ¿¿Por qué?? Se suponía que yo era su nieta favorita...
-Cógelo-dijo interrumpiendo mis pensamientos.
-¿Qué?
-¡¡QUE LO COJAAAAAAAS!! DÑFIAUHRNFGAÑWIUFGNWÑIUHFNWEIÑSKJGHRRJG-dijo mi abuela.
-Vale, vale, ya voy.
Me acerqué cautelosamente al maltrecho paraguas y cerré la mano en torno al mango. Estaba menos viscoso de lo que había esperado en un principio, aunque la sensación distaba de ser agradable.
Picaba un poco.
Iba a peor.
Mucho peor.
Me atreví a mirar mi mano y la encontré casi tan mohosa como el paraguas. Grité. Mi abuelo gritó. Mi abuela nos gritó porque estaba intentando escuchar la radio.
Volvimos a mirar y tanto mi mano como el paraguas estaban intactos. Parecían casi fundidos, pero no lo estaban. Sólo encajaban. Encajaban a la perfección. Y ya no picaba. No se movía nada en mi mano, era más... no sé cómo explicarlo. Era como si algo se moviera en mi interior, no como esas mariposas en el estómago; más arriba, pero sin llegar al corazón. No sé, algo se agitaba en mi interior. Me sentía poderosa, y ya no pensaba siquiera por un instante menospreciar lo que tenía entre mis manos.
Mi abuelo dio otra calada a su pipa y un penetrante aullido escapó de su pecho. Era lo que hacía cuando tenía sueño. Bostezó, y me dio dos suaves golpes en el hombro, despidiéndose de mí. Se tumbó en la manta delante del sillón y cerró los ojos.
En la radio, una voz advertía que la palabra bomba tenía premio en los aeropuertos, aunque muchas veces era un tacto rectal. Mi abuela asintió muy convencida.
Me miró, sonrió y sacudió la mano mientras yo abría la puerta y me adentraba, paraguas en mano, en la suave cortina de lluvia que empezaba al otro umbral del hogar.

domingo, 17 de octubre de 2010

Wall Street. Money Should Sleep A Little More


Han pasado veinte años desde que Gordon Gekko ingresó en prisión. Han pasado muchas cosas en todo este tiempo. Pero hay algo que no ha cambiado: el dinero no ha vencido el insomnio, y la codicia, además de buena, ahora es legal. Quién se lo iba a decir al bueno de Gordon, eh.
Esta vez, Oliver Stone ha optado por enfocar la historia de Wall Street de una manera más humana, más centrada en los personajes y no tanto en lo que hacen, con un resultado que funciona sólo a medias. Cuando fui a ver Wall Street ya sabía que no iba a ser la máquina de hacer dinero que maravilló a toda una generación en los ochenta. Sin embargo, no pude evitar quedarme más bien fría cuando acabó. Creo que en el fondo quería ver esas cifras que no puedo ni soñar, esos númeritos que no puedo entender por toda la pantalla que oye, brillan; es bonito.
Esta vez, los protagonistas son una pareja joven y feliz que, a pesar de vivir rodeados de lujo y comodidades, no tienen interés por el dinero. Por lo menos no el mismo que tenían Gordon Gekko y Bud Fox. La pareja en cuestión está formada por la hija de Gordon, Winnie, y Jacob, un broker de Wall Street comprometido con el medio ambiente, por muy raro que me suene eso. Jacob es, desde siempre y por alguna razón que no alcanzo a comprender del todo, un fan incondicional de Gordon Gekko (sí, los economistas también tienen groupies), así que no puede evitar acercarse a él cuando sale de la cárcel, hablar con él, prometerle reconciliarle con su hija. Jake se cree muy listo y muy afortunado. Cree que tiene la atención de Gordon Gekko, que el ex magnate come de su mano.
Pobre iluso.
El lazo que se supone los une no hará sino separarlos, no sólo entre ellos: también acabará por apartarlo de Winnie.
Pero tranquilos, al final lo solucionan. Y aunque hay un momento que pasan apuros económicos, logran salir de él casi tan ricos como al principio.
Este final me molesta, no puedo evitarlo. Me molesta y me decepciona. Se me hace muy plano: todos acaban igual que cuando empezaron, con casi la misma cuenta corriente y con el rumor de algo llamado "crisis" de fondo, pero sin tener que mirar para ello, como quien decide ignorar una mosca cojonera. Es un desenlace muy flojo comparado con el de la primera película. Segundas partes nunca fueron buenas, dicen, y desde luego esta Wall Street pasada por el efecto 2000 no es una excepción. La humanidad que se supone iba a diferenciar esta secuela de su predecesora se queda en nada. Qué quieres que te diga: me parece más humano aquel que intenta enriquecerse a toda prisa y a toda costa, que tantos buenos sentimientos.
Esta película no me hace pensar mejor de las personas, no hace que quiera correr a abrazar a los míos ni me da ganas de reproducirme y dedicarme por completo a mis vástagos.
Si Wall Street: Money Neve Sleeps tiene una moraleja, no es otra que: SUIT UP!

miércoles, 22 de septiembre de 2010

Up in the air

Me encanta Jason Reitman. No puedo evitarlo ni negarlo. Así que no es de extrañar que cualquier cosa que él haga me guste, me entusiame y se haga un hueco en mi lista de favoritos casi antes de ver la luz. Me encanta este hombre. Adoro cómo lleva las historias al borde del absurdo, me enamoran sus personajes y me hipnotiza la estética de sus películas.
Pero si hay algo que de verdad distingue a Jason Reitman es su capacidad para dotar a sus personajes de humanidad y carisma. Nick Naylor, de Gracias por fumar; Juno, de Juno; y Ryan Bingham, de Up in the air, no son personajes reales, pero podrían serlo. Tienen suficiente peso específico como para sostenerse por sí solos y sostener el resto de la película, pero sin caer en la mediocridad y la normalidad de la gente real. ¿Quién vería une película sobre gente corriente? Perdón, reformulo la pregunta: ¿quién vería una película sobre gente corriente sin dormirse? He aquí la cuestión. Por supuesto, Jason Reitman cuenta con unos actorazos estupendos: el siempre digno de ver George Clooney; la brillante no, brillantísima Ellen Page; y un muy de moda Jason Bateman, a quien todavía podemos ver en el cine con Un pequeño cambio (es posible que hable de ella en otra ocasión, pero no hoy, que el trabajo embrutece).
A todo esto... yo estaba hablando de Up in the air. Con esta película, Reitman rompe el molde una vez más, pero esta vez lo lleva a un nivel superior: si en sus anteriores obras nos ofrecía un final más o menos feliz, Up in the air abre de un sutil hachazo una brecha en el corazón, separa al espectador del resto del mundo un poco más si cabe, y llena la sala con un aliento helado que huele a soledad y aeropuerto.


Ryan Bingham es quizá el mejor en su trabajo. Quizá disfruta con ello, quizá no. Quién sabe qué le pasa por la cabeza a este hombre, un nómada del siglo XXI sin remedio, sin vergüenza, sin domicilio fijo y sin necesidad de él. El ajetreo de las aglomeraciones, el ir y venir de maletas y el rugido de los aviones es su único hogar. Y no quiere que eso cambie, al contrario que su jefe y Natalie Keener (Anna Kendrick se toma un descanso de Crepúsculo, por suerte), una joven dispuesta a remodelar el mundillo a través de internet. De una webcam, concretamente.
¿Pero es eso posible? ¿Se puede sustituir el contacto humano por una pantalla de quince pulgadas y kilómetros de cable de fibra óptica? Up in the air no ofrece una respuesta, pero sí apunta en una dirección, muy arriba, en el cielo. Literalmente.

miércoles, 1 de septiembre de 2010

Agua del limonero, de Mamen Sánchez

Agua del limonero es una novela que, al parecer, está teniendo bastante éxito. No sé cuántas ediciones lleva ya: sé que me compré una cuarta edición en agosto y ya van por la novena o decimonovena, no estoy segura. Librería a la que voy, kiosco en el que entro, Yuppi en el que acabo, ahí está: Agua del limonero me persigue. No son datos claros, pero sí orientativos. Y, según la aparentemente unánime opinión pública, Mamen Sánchez se consagra con esta su tercera novela como una de las mejores autoras españolas actuales.
Mi "problema" ahora es: ¿de verdad es Mamen Sánchez lo mejor de lo mejor ahora mismo? La verdad es que no conozco toda su obra, ni muchísimo menos. Le había echado el ojo a Agua del limonero hacía ya tiempo, pero no fue hasta el pasado mes de agosto cuando lo leí. Me recordó desde un principio a El cuento número trece, de Dianne Setterfield, un libro al que yo siempre tendré mucho cariño y recordaré como uno de mis eternos favoritos. Eso fue lo que me atrapó al leer la sinopsis, y quizá lo que me perdió a la hora de leer el libro. Creo que esperaba más, mucho más, de lo que al final leí.
Agua del limonero empieza contando la historia de Greta Bouvier, una gran dama en el New York actual. De momento, sólo sabemos de ella que su inmensa fortuna procede de la herencia de su difunto marido, que su hijo es viudo también, y que su nieta es una excéntrica joven que prefiere las calles de París a la Gran Manzana. Greta Bouvier no concede entrevistas, oculta su verdadera historia tras una espesa cortina de mentiras y engaños, hasta que un día a la brillante y prometedora periodista Clara Cobián le ofrecen escribir su biografía en la revista en que trabaja.
Y de repente... ¡zasca!, la primera en la frente. Nos damos de bruces con el primer punto en común entre dos mujeres en apariencia tan distintas: las dos se enamoraron de hombres obscenamente mayores que ellas. Clara cayó rendida a los pies de un profesor de la facultad, lo que trajo fatales consecuencias para la reputación de ambos, sobre todo la de ella; y el fallecido Thomas Bouvier estaba más cerca de los ochenta que de los setenta cuando se casó con Greta, teniendo ella veinticinco años. Sus historias de amor resultaron inverosímiles para todos cuantos fueron testigo de ellas.
Tengo que reconocer que fue este nexo tan fuerte y tan obvio entre ambas lo que me puso de mal humor y me predispuso en contra del libro antes de leer las cien primeras páginas. Me pareció algo superficial y muy poco sutil. Corrí a avisar a amigos y conocidos: no lo leas, es una ñoñez, les dije. Repito que entonces no llevaba ni cien páginas, por lo que sucedió lo inevitable: me equivoqué. Al menos en parte. Mantengo que es una ñoñez, pero eso no significa que no merezca la pena, ni mucho menos. Agua del limonero deja un regustillo agridulce, un comecome en la cabeza, un viento como de otra parte, y una sensación de frío y vacío en el pecho que deja paso a la más profunda confusión cuando se acaba el epílogo. Al terminar Agua del limonero me sentí como si hubiera estado chupando un limón una semana entera. ¿Y sabéis qué? Lo volvería a hacer.

martes, 24 de agosto de 2010

Una pequeña presentación

La señorita Rottenmeier solía decir que, más que personas, somos nuestro pasado, la fama que nos precede. Yo, en vez de prestarle atención, me dedicaba a pensar en el regreso a mi tierra. Echaba de menos el aire fresco, la hierba, verde como ninguna, las setas alucinógenas, el sonido de los animales y el rugido del viento. Aunque entonces no podía saberlo, mi pequeño pasatiempo me traería tiempo después bastantes problemas.
Hoy, para evitar caer en el mismo error, empiezo por contar lo que ha sido de mí y de mi vida después de que la televisión perdiera el interés.

Érase una vez, en una galaxia muy muy lejana, un pequeño hobbit que vivía en un pequeño agujero. Ese hobbit soy yo, y esta es la historia que hoy quiero contar:


I

Recuerdo como si fuera ayer el día que Frodo Bolsón llamó a la puerta de mi casa a una hora inusitada. Le hice pasar y, agitado y más pálido que de costumbre, sólo acertó a decirme:
-Tu padre se ha caído de una torre.
Tuve que apoyarme en la pared para no dar de bruces contra el suelo. Mi padre estaba en Mordor, trabajando en la construcción de un parque de atracciones temático. Y siempre había sido lo bastante idiota como para subirse a cualquier parte sin ningún tipo de seguridad. No es lo mismo una casa hobbit que una montaña rusa, papá.
-Se ha roto una pierna y un brazo, y creo que un par de costillas-añadió el lánguido hobbit.
Me llevé las manos a la cabeza y hundí el rostro en ellas, en parte para ahogar las lágrimas, en parte para no ahogar a Frodo. Caminé como pude hasta el sofá y me dejé caer. Resoplando, miré al techo.
-¿Tengo que ir?-pregunté, aunque ya sabía la respuesta. Frodo sabía que yo lo sabía, así que se limitó a mirarme con una sonrisa condescendiente, de hombre maduro a rebelde sin causa ni motivo. Frodo sabía también que las relaciones con mi padre eran más bien tirantes, cuando no monosilábicas.
Pero el deber es el deber. Así que al día siguiente, muy de mañana, salí de Hobbiton. Mi primera parada no estaba muy lejos: El Poney Pisador, en Bree. Allí trabajaba mi madre. En verdad, la única finalidad de mi visita era confirmar que su turno de mañana y tarde en la posada hacía imposible que me sustituyera en el viaje.
-Y ya que estás aquí-dijo-, llévale este zumo de piedra filosofal a tu abuela, que no anda muy católica.
-¿Y a tu marido qué le llevo?-espeté, cogiendo el termo que me tendía.
Su única respuesta fue señalarme la salida del local.
La de mi abuela era una casa pequeña, oscura, sombría y alejada de la civilización, en el límite mismo de la Comarca. Según me acercaba, podía apreciar, como en tantas visitas durante mi infancia, que la casa estaba hecha de mazapán y caramelo ya putrefactos, corroídos por el paso del tiempo. La puerta estaba abierta; no era necesaria más seguridad, nadie se atrevía a acercarse a aquel lugar.
-Hola, abuelita-dije al entrar.
Dejé mi mochila al lado de la puerta y saqué el zumo de piedra filosofal. Miré en derredor, pero mi abuela no estaba allí. Miré hacia arriba y ahí estaba: colgada del techo, un poco más verde que de costumbre y con la cabeza girando descontrolada sobre sus hombros.
De pronto paró, clavó su mirada en algún lugar detrás de mí... y oí pasos.