Tengo la costumbre de despreciar la sabiduría popular. Bueno, no despreciarla, pero sí dejarla de lado hasta que ya es demasiado tarde. Qué le voy a hacer. No estoy orgullosa de ello, pero he aquí un episodio que cambió mi vida para siempre, aunque entonces yo no lo sabía. Espero que vosotros sí lo notéis.
O bueno, mejor no, casi me viene mejor que no lo sepáis.
Yo no os he dicho nada.
II
La puerta de la casa se abrió con un crujido y en el umbral apareció mi abuelo, silencioso como siempre, sombrío como solía. Raro, oscuro y siniestro. Su pelaje negro brillaba con las gotas de lluvia que mi cuerpo, protegido por un paraguas, no había podido notar. Cómo envidiaba ese poder suyo para disfrutar de la naturaleza; para secarse sin toalla, sólo a base de sacudidas salvajes y fuertes, aunque elegantes; esa mirada capaz de helar el mar. El único inconveniente eran las pulgas, no especialmente benévolas en su caso. No, eso no me gustaba.
Sonrió. Sonrió como sólo él sabía hacerlo, un colmillo genuinamente blanco asomando por la comisura. Un colmillo roto y mellado, pero con historia, todo sea dicho. Como digo, sonrió y por fin me sentí en casa.
-Pero no te quedes ahí, niña-me dijo-. Siéntate y dime. Que hace mucho que no vienes por aquí, eh.
Me acomodé en el sillón verde que parecía vigilar la entrada desde la parte más noble de la casa. Mis pies colgaban del borde del sillón, pero ése precisamente era su encanto. Y como de todas formas me solían decir que siempre estaba con los pues a veinte metros por encima del suelo, así me hacía una idea más física de la impresión que de mí se tenía. Mi abuelo se tumbó en la manta que había delante del sillón y esperó a que empezara a hablar.
-No me puedo quedar mucho, abuelito, me tengo que ir a Mordor, que tu yerno se ha caído de una montaña rusa-dije.
No contestó. Supongo que ya había hablado con mi madre y la noticia no le pillaba de sorpresa. Lo que quizá sí suponía una novedad era mi prisa, mi urgencia. Si algo me caracteriza, sobre todo entonces, es la calma. Soy de esas personas que, según dicen por la red, "desconoce el significado de la palabra puntualidad". No sé si servirá de algo pero, en mi defensa, sólo puedo decir que el tiempo es relativo. Ahora son las ocho, pero dentro de unos meses serán las siete, a esta "misma hora", si se puede decir así. En cualquier caso, la hora es un invento de los hombres y no pienso consagrar mi vida a él. Internet no me lo perdonaría.
El caso es que estaba inquieta, y mi abuelo lo notaba. Quería quedarme con él, con sus historias, con la lluvia y el olor a mazapán de aquella casa. Pero, al mismo tiempo, el saber que tenía que irme no me dejaba disfrutar del momento. Y para eso casi me valía más irme ¿no?
Mi abuelo se incorporó, se levantó sobre las patas traseras y sacó una pipa de algún lugar inconcreto a su espalda, no quiero saber exactamente dónde. La encendió y, expulsando el humo espeso por la nariz, entornó la mirada enfocándola hacia mí.
Suspiró, y el aire expulsado descontroladamente abrió el paso a uno de sus relatos. Una leyenda que sí encontraba interesante:
-Érase una vez, en una galaxia muy muy lejana, un pequeño lobo que vivía en una pequeña madriguera. Ese lobo soy yo, y hoy te quiero contar esta historia.
>> Fui, como sabes, el pequeño de no pocos hermanos, demasiados para poder contarlos, y ello me hizo débil, hija, débil de cuerpo y de espíritu. Me acostumbré a tener la comida delante cuando quería comer; a tener un cuerpo caliente al lado cuando tenía frío; a no ser necesario.
>> Una noche, siendo yo... ¿cómo lo llamaba tu abuela?... Ado... Adia... Coño, joven. De tu edad, más o menos. Bueno, que una noche estaba yo aburrido y no cogía el sueño. Mis hermanos dormían como ceporros; mis padres, tres cuartas. Lo único despierto en aquella madriguera era yo. Oía grillos fuera. Sonaba bien, así que salí a mirar. Fue la primera vez que vi luciérnagas. ¿Las has visto tú? Digo de verdad, no en el fondo de pantalla del móvil. ¿No? Bueno, ahora que te vas podrás trasnochar y disfrutar de la vida.
>> Una vez que mis ojos se acostumbraron a la noche, pude vislumbrar la figura de un humano. Un humano de verdad, no lo que sea que es tu abuela. No te ofendas, amor, que peores cosas te han dicho. Este humano estaba recogiendo hierbas y setas de colores vivos, las mismas que siempre me habían aconsejado ni oler. No sé, supongo que los humanos y los lobos no somos sensibles a las mismas cosas. Por eso preferí no decirle nada. Me acerqué silenciosamente, oculto entre los arbustos, y observé lo que hacía.
>> Pero lo que verdaderamente llamó mi atención fue el objeto que yacía a su lado. No sé cómo describírtelo... Bueno, es esa cosa que está al lado de la puerta.
Era un paraguas. Un paraguas particularmente viejo y desgastado. El color rosa de la tela se tornaba verdoso en algunas partes y en otras, ni siquiera había tela ya. No sabía adónde quería llegar mi abuelo. ¿Iba a regalárme eso? ¿¿Por qué?? Se suponía que yo era su nieta favorita...
-Cógelo-dijo interrumpiendo mis pensamientos.
-¿Qué?
-¡¡QUE LO COJAAAAAAAS!! DÑFIAUHRNFGAÑWIUFGNWÑIUHFNWEIÑSKJGHRRJG-dijo mi abuela.
-Vale, vale, ya voy.
Me acerqué cautelosamente al maltrecho paraguas y cerré la mano en torno al mango. Estaba menos viscoso de lo que había esperado en un principio, aunque la sensación distaba de ser agradable.
Picaba un poco.
Iba a peor.
Mucho peor.
Me atreví a mirar mi mano y la encontré casi tan mohosa como el paraguas. Grité. Mi abuelo gritó. Mi abuela nos gritó porque estaba intentando escuchar la radio.
Volvimos a mirar y tanto mi mano como el paraguas estaban intactos. Parecían casi fundidos, pero no lo estaban. Sólo encajaban. Encajaban a la perfección. Y ya no picaba. No se movía nada en mi mano, era más... no sé cómo explicarlo. Era como si algo se moviera en mi interior, no como esas mariposas en el estómago; más arriba, pero sin llegar al corazón. No sé, algo se agitaba en mi interior. Me sentía poderosa, y ya no pensaba siquiera por un instante menospreciar lo que tenía entre mis manos.
Mi abuelo dio otra calada a su pipa y un penetrante aullido escapó de su pecho. Era lo que hacía cuando tenía sueño. Bostezó, y me dio dos suaves golpes en el hombro, despidiéndose de mí. Se tumbó en la manta delante del sillón y cerró los ojos.
En la radio, una voz advertía que la palabra bomba tenía premio en los aeropuertos, aunque muchas veces era un tacto rectal. Mi abuela asintió muy convencida.
Me miró, sonrió y sacudió la mano mientras yo abría la puerta y me adentraba, paraguas en mano, en la suave cortina de lluvia que empezaba al otro umbral del hogar.
El caso es que estaba inquieta, y mi abuelo lo notaba. Quería quedarme con él, con sus historias, con la lluvia y el olor a mazapán de aquella casa. Pero, al mismo tiempo, el saber que tenía que irme no me dejaba disfrutar del momento. Y para eso casi me valía más irme ¿no?
Mi abuelo se incorporó, se levantó sobre las patas traseras y sacó una pipa de algún lugar inconcreto a su espalda, no quiero saber exactamente dónde. La encendió y, expulsando el humo espeso por la nariz, entornó la mirada enfocándola hacia mí.
Suspiró, y el aire expulsado descontroladamente abrió el paso a uno de sus relatos. Una leyenda que sí encontraba interesante:
-Érase una vez, en una galaxia muy muy lejana, un pequeño lobo que vivía en una pequeña madriguera. Ese lobo soy yo, y hoy te quiero contar esta historia.
>> Fui, como sabes, el pequeño de no pocos hermanos, demasiados para poder contarlos, y ello me hizo débil, hija, débil de cuerpo y de espíritu. Me acostumbré a tener la comida delante cuando quería comer; a tener un cuerpo caliente al lado cuando tenía frío; a no ser necesario.
>> Una noche, siendo yo... ¿cómo lo llamaba tu abuela?... Ado... Adia... Coño, joven. De tu edad, más o menos. Bueno, que una noche estaba yo aburrido y no cogía el sueño. Mis hermanos dormían como ceporros; mis padres, tres cuartas. Lo único despierto en aquella madriguera era yo. Oía grillos fuera. Sonaba bien, así que salí a mirar. Fue la primera vez que vi luciérnagas. ¿Las has visto tú? Digo de verdad, no en el fondo de pantalla del móvil. ¿No? Bueno, ahora que te vas podrás trasnochar y disfrutar de la vida.
>> Una vez que mis ojos se acostumbraron a la noche, pude vislumbrar la figura de un humano. Un humano de verdad, no lo que sea que es tu abuela. No te ofendas, amor, que peores cosas te han dicho. Este humano estaba recogiendo hierbas y setas de colores vivos, las mismas que siempre me habían aconsejado ni oler. No sé, supongo que los humanos y los lobos no somos sensibles a las mismas cosas. Por eso preferí no decirle nada. Me acerqué silenciosamente, oculto entre los arbustos, y observé lo que hacía.
>> Pero lo que verdaderamente llamó mi atención fue el objeto que yacía a su lado. No sé cómo describírtelo... Bueno, es esa cosa que está al lado de la puerta.
Era un paraguas. Un paraguas particularmente viejo y desgastado. El color rosa de la tela se tornaba verdoso en algunas partes y en otras, ni siquiera había tela ya. No sabía adónde quería llegar mi abuelo. ¿Iba a regalárme eso? ¿¿Por qué?? Se suponía que yo era su nieta favorita...
-Cógelo-dijo interrumpiendo mis pensamientos.
-¿Qué?
-¡¡QUE LO COJAAAAAAAS!! DÑFIAUHRNFGAÑWIUFGNWÑIUHFNWEIÑSKJGHRRJG-dijo mi abuela.
-Vale, vale, ya voy.
Me acerqué cautelosamente al maltrecho paraguas y cerré la mano en torno al mango. Estaba menos viscoso de lo que había esperado en un principio, aunque la sensación distaba de ser agradable.
Picaba un poco.
Iba a peor.
Mucho peor.
Me atreví a mirar mi mano y la encontré casi tan mohosa como el paraguas. Grité. Mi abuelo gritó. Mi abuela nos gritó porque estaba intentando escuchar la radio.
Volvimos a mirar y tanto mi mano como el paraguas estaban intactos. Parecían casi fundidos, pero no lo estaban. Sólo encajaban. Encajaban a la perfección. Y ya no picaba. No se movía nada en mi mano, era más... no sé cómo explicarlo. Era como si algo se moviera en mi interior, no como esas mariposas en el estómago; más arriba, pero sin llegar al corazón. No sé, algo se agitaba en mi interior. Me sentía poderosa, y ya no pensaba siquiera por un instante menospreciar lo que tenía entre mis manos.
Mi abuelo dio otra calada a su pipa y un penetrante aullido escapó de su pecho. Era lo que hacía cuando tenía sueño. Bostezó, y me dio dos suaves golpes en el hombro, despidiéndose de mí. Se tumbó en la manta delante del sillón y cerró los ojos.
En la radio, una voz advertía que la palabra bomba tenía premio en los aeropuertos, aunque muchas veces era un tacto rectal. Mi abuela asintió muy convencida.
Me miró, sonrió y sacudió la mano mientras yo abría la puerta y me adentraba, paraguas en mano, en la suave cortina de lluvia que empezaba al otro umbral del hogar.